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Bienvenido a este espacio dedicado a los poetas y a la poesía

miércoles, 12 de mayo de 2010

Juan Delgado López


Juan Delgado López nació en Campofrío en 1933. Allí fue donde pasó parte de su infancia y a donde, ha vuelto una y otra vez en sus escritos. Con once años, tras una infancia presidida por la Guerra Civil, su familia se marchó hacia Minas de Riotinto, lugar donde ha fallecido a la edad de 76 años y donde vio fraguarse su vocación y destino literario, y donde se le honró con el título de hijo adoptivo. La obra de Juan Delgado López ha obtenido no pocos premios y distinciones, tanto dentro como fuera del país. De ella cabe decir que es tan extensa como sólida y reconocida, con títulos como Por la imposible senda de tu boca (Sevilla, 1971), El cedazo (Madrid, 1973), Oficio de vivir (Sevilla, 1975), De cuevas y silencios (Algeciras, 1988) recogidos todos en Antología amarilla (Valparaíso, Chile, 1993 y México DF, 1994). Con posterioridad ha publicado Sonetos vegetales (Badajoz, 1996), Seis sonetos para un mismo amor (Málaga, 1998), Tiranía del viento (Algeciras, 1999), Cancionero del Tinto (Sevilla, 2006), o Habitante del Bosque (Huelva, 2007).

Memoria, esencialidad y compromiso ético son los pilares sobre los que se asienta la obra de este poeta necesario, que siempre se alza desde la emoción y desde la honda y a veces desolada mirada del mundo, mediante una voz original en la que se entreveran el amargor existencial y la ternura, sostenidos ambos sobre la fértil matriz de la memoria. Juan Delgado era junto con Francisco Garfias y José Manuel de Lara, el gran poeta vivo de Huelva. El pasado mes de enero el Centro Andaluz de las Letras le rindió un homenaje en la Biblioteca de Huelva.

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Esta tarde de octubre, con tu ausencia
tan clavada en las horas,
se me ha puesto amarilla hasta la sangre
-senara de dolor, labrada y honda
para los granos rubios del recuerdo...-
y le duele a mi boca
la larga soledad de su camino
sin pájaros ni aromas.
Ya no tiene medida tu silencio
en esta lluvia de hojas
que caen del corazón sobre la tarde
de oro melancólica.
Enfermas de amarillo sol poniente,
en desbandada loca,
se van por la ventana del otoño
mis últimas alondras.

Del libro Por la imposible senda de tu boca, Sevilla, 1971


Juan Delgado López


EL OLIVO MÁS VIEJO

En el tronco asombrosamente absurdo
del olivo más viejo estaba mi retrato:
lo había modelado las manos del guardián de las verdades
durante siglos de pasar otoños callados y amarillos.

(Estaba allí su luz de bálsamos, de óleos y candiles;
su palpitar sereno de paz mediterránea,
su callado pisar con vocación de Sur,
su esmerada, importante vegetal mansedumbre que se asoma
a las cosas de Dios. Como un humano
timonel de la fértil aventura necesaria y difícil del sustento
donde navega el barco de la Historia).

Y estaba yo mirándome a los ojos, buscándome en el alma...;
y hubo un trasvase azul de eternidades de mi tronco a su tronco:
supe que todo es barro que a veces se hace estrella de infinitivo amar.
Me gustó el aire personal de su abrazo
donde gime el extraño pudor de la inocencia.

(Perfilando horizontes de soledad poblada,
el olivo encendía la paz en la memoria
y anulaba miserias desde su fruto añejo.
Su fruto que pregona maternales caricias, que acompaña
desde siempre la vida, que alimenta
la canción, la bienaventuranza, la sonrisa del pobre
que con aceite y pan va pisando senderos de paciencia).

Y me buscaba yo en los ojos del otro juan que había,
y me encontraba en el milagro
del barro vegetal, reciennacido con mil siglos de luto.
Y me buscaba yo en el gesto
endurecido por la cordura impuesta de la sombra,
y me iba encontrando en las arrugas casi cicatrizadas ya de la memoria
con la canción lejana del niño que yo era...

(Y estaba allí el olivo crisol de libertades y testigo
selecto de la paz, eterno idioma
con su sabor a tierra,
con su verde callado emancipando anhelos,
escribiendo su voz en la cintura detenida del tiempo;
estaba allí, dando cobijo al pájaro doncel de la esperanza,
patriarca señero de paciente consejo, de fértil permanencia;
hospitalario y noble, encendiendo de amor su ejecutoria).

En su tronco deforme atormentado de feliz locura,
en esa afirmación de llanto hondo
por tantas alevosas soledumbres,
en la fusta del viento que graba su señal de pertenencia
en la cara difusa del olvido,
estaba mi retrato.

(El olivo del alma, el olivo acostumbrado a dar
los buenos días a Dios con la sonrisa
de aquel que hace en justicia sus deberes;
con los brazos tendidos al abrazo,
con la luz cenicienta de su aliento alimentando al mundo;
callado y predicando el dar a manos llenas
el bálsamo que cura el hambre y las heridas
desde todos los siglos hasta todos los siglos).

Y en la verdad de mi retrato estaba
el hombre que los sueños han trascendido, han iluminado:
estaba allí la paz ya conseguida, el sabor de la esencia...
En el relieve absurdo de ásperas apariencias del olivo más viejo

estaba yo, poeta, más allá de la vida.

Juan Delgado López




ESA MIRADA TUYA, ¿QUÉ NOS DICE?


A Milivy , la niña asesinada por el cáncer que le produjo la irradiación de uranio empobrecido en el campo experimental de tiro de las fuerzas armadas de los Estados Unidos de Norteamérica, en Vieques , la Isla Nena, en Puerto Rico. Y a todos los niños que mueren en el mundo asesinados por el hambre, por el sida y por la guerra.



Me llegó tu mirada con siglos de tristeza,
inmensamente sola, terriblemente quieta.
Tu mirada de niña
que no sabe el color de los días de las niñas;
tu mirada de niña
que no tiene la luz de la mañana de las niñas;
tu mirada de niña
que no canta la canción jubilosa de las niñas.
Tu seriedad de niña, tan adulta y tan seria,
me dejó el corazón de terciopelo ajado;
las manos me dejó llenas de nada
tu mirada severa que enarbola silencios,
y la mente, repleta de miedos y de ofensas,
sofoca incendios por las noches tristes
donde no existe el dios de un futuro
sin crímenes de guerra en la carne más joven.

Cuánto dolor absurdo puede haber en los ojos
de un niño condenado a la paz de la muerte
si no sabe por qué su carne se ha vendido
al imperial destino de almacenar el crimen;
Cuánta ingenua pregunta puede haber en el gesto
con que sus niños ojos acarician la tarde
y sufren la sentencia cumplida por aviesos
arcángeles de acero que excrementan uranio.

Con silencio y asombro contemplas el pasar
de los días sin caminos, ni horizontes, ni metas;
con enferma paciencia, sofocas la tristeza
de tus ojos de niña vilmente condenada
desde un despacho oval que presume de dios
y firma los tumores en la carne de otros,
y edifica colmenas de la miel más amarga
para enlodar la historia con sus siglas marciales.
Me llegó tu mirada como un trigal inmenso:
llana, pura, sorprendida, tierna...,
me llegó tu mensaje de horfandad milenaria
que se sabe inmolada y grita su silencio...,
me llegó tu dolor de fuente seca,
de manantial perdido
donde ya sólo beben
sucias quimioterapias y absurdas conferencias,
para justificar la paz de la memoria
y la imposible vuelta al jardín de Viaques.

Una vez más se ha escrito la página más negra;
otra vez los cuervos de acero imperialistas
vomitaron su estirpe humana y criminal
de malnacidos bichos con gangrena en la sangre.
Y esta vez, te ha tocado a tí, Milivy,
la más hermosa de las niñas,
la más humana de las diosas.

Y me llega tu voz,
trascendente y sencilla,
como un pregón de paz contra los asesinos.

Juan Delgado López


LOS NIÑOS DE LAS FRESAS

Son niños, pero no saben del color que tienen los días de los niños.
Son niños, pero no tienen esa luz que hay en la mirada de los niños.
Son niños, pero no cantan la canción de inocencia de los niños.

Llevan luto en la flor del pensamiento, tienen
las manos repletas de vacío los niños de las fresas,
la sangre, adulta de chabolas y de ratas, enarbola silencios,
el corazón, dolido de miedos y de ofensas,
sofoca incendios por las noches tristes
donde no existe el dios de un futuro sin hambres y sin penas.

Ven y escuchan el rezo del trabajo
de sus padres, los niños de las fresas,
y saben, sin saber, que son extraños
en la verdad mentida de una tierra
de soles y de bienes que ellos quisieran suya,
por que tiene “...y ganarás el pan...”, el trigo de la bíblica sentencia,
y “...el sudor de tu frente” que tiranos gobiernos, sucios tejemanejes,
imperiales arreglos, políticas injurias, les quitó de la tierra de su herencia;
y saben, sin saber, que para ellos
estos soles alumbran soledades y llantos y miserias.

A veces, sólo a veces, ven como pasa el carro de la vida
donde no tienen sitio para amparar su aliento los niños de las fresas;
o ven pasar la risa caliente de otros niños,
que ajenos a su erial de negaciones,
retozan el pensil de la riqueza
con el fantasma orondo de los colesteroles
minándoles la sangre placentera.

Recuerdan los senderos de moscas y de mocos,
de hambrunas dislocadas, de esclavitud, de guerras
que dejaron atrás; de muerte que les sigue mordiendo los talones
y que amortaja sueños...
Los niños de las fresas
están ahí, otra vez, al borde del camino, escondidos, huidizos,
con sus miradas triste, con ayunos a cuestas,
con su dolor de siglos, con sus manos vacías,
con silencio y asombro, con enferma paciencia;
cargados de injusticias, y de marginación, y sin papeles,
con la muerte acechando. En la desolación de sus miserias.

Ahí están, y todavía sonríen los niños de las fresas
a este sol que alimenta su ansiosa calentura,
para que sea su sol, su esperanza, su escuela...

Pero no les dejamos. Y se mueren
de frío y desamor los niños de las fresas.

Juan Delgado López



EL SILENCIO CULPABLE



Está la calle igual que una colmena enfurecida,
todo es dolor con una efervescencia de imposible retorno
a las rubias mañanas de sol cálido y tierno.
Por la calle de escombros y metralla
pasa un niño corriendo con mil siglos de luto en la mirada.
El polvo, el estallido de las bombas, el tambor del silencio,
machacan la inocente pregunta.
Lleva sangre en el rostro, y en el aliento sangre,
y en las profundas simas de su miedo hay arroyos de sangre.
Los ojos lleva el niño inmensamente abiertos,
porque ya no hay sorpresas en los ojos del niño,
sólo hay tormentas de dolor..., la ausencia
de sus padres le hiere los ijares tiernos de la memoria,
los vio morir, a su vera, deshechos
por la bomba asesina. El niño no ha tenido
un chaleco blindado para el alma,
y se fueron cayendo, poco a poco o de golpe,
las párvulas nociones de esperanza, de sueños, de caricias.
Se le escapó la miel de la inocencia
y en su lugar crecieron los resabios
del odio, del dolor, del miedo negro en la cerviz del llanto...
El cansancio le aturde, el sudor y la noche oscurecen su aliento;
maldice, sin saber que maldice, al viento de la guerra
que desgajó su infancia de soles estrenados,
que arrancó de un zarpazo el árbol de su vida,
Por la calle de escombros, como él, anda huyendo
un perro solitario y famélico de amor;
¿quien es más indefenso ante la muerte,
el niño, el perro, la canción, la flor o la sonrisa?

Fríamente calculadas desde un despacho avieso y desalmado,
en la calle de escombros siguen cayendo bombas.
¿Qué puede hacer el niño?
Silencio.
¿Qué culpa tiene el niño?
Silencio.
¿Quién ha matado al niño?
Silencio.

Juan Delgado López





Noches de invierno. Lentas,
eternas noches de mi infancia oscura
al calor de mentidas sobremesas.
Benita nos contaba extraños cuentos
de amor, de bandoleros, de serpientes....
todos pasados por la criba noble
de su imaginación empecinada.
Noches de invierno. Noches agoreras
que marcaron a fuego mis ijares
blancos de niño pobre. Apenas era
el tiempo en que la guerra -los balazos-
dejaran de sentirse por la sangre;
hubo victoria de unos, y vencidos
fueron unos también, pero los niños
sólo saben jugar, no les importa
el color ni la idea de los hombres.
En las noches de los años cuarenta
yo era un niño tan sólo que escuchaba
para mejor disimular el hambre.
Fue por aquellos años desquiciados
cuando leí, mientras jugaban otros,
a los Maestros Rusos, Victor Hugo,
y no sé cuantas más cosas absurdas
para mi corta edad -mis tantos siglos-.
Luego en la cama, el frío y las serpientes
y la novia imposible y los bandidos
y los fusilamientos... Sobre todo
el estómago enano que gritaba
sin saber que era cosa de silencios.

Del libro El Cedazo Madrid 1973

Juan Delgado López


La soledad es una encrucijada
de los cinco sentidos. Sangre abajo
el peso de las horas, y el trabajo
constante de la angustia encabritada.

Es una cueva -mente- abandonada
refugio de murciélagos. Atajo
de todos los cansancios y sombrajo
antesala primera de la nada.

La soledad es viento de recuerdo
que aprieta el corazón hasta dejarlo
en pozo de fatales emociones.

Mi soledad y yo vamos de acuerdo
en sufrir el silencio y anegarlo
de bellas e imposibles soluciones.

Del libro Oficio de vivir Sevilla, 1975

Juan Delgado López


Sentado en la orilla, un hombre
viendo las aguas pasar,
mira el tiempo que se escapa
y mira su soledad.

El agua que viene
siempre es el agua que se va.

Miles de gotas, segundos
que suman la eternidad,
en el hombre van haciendo
castillos de soledad.

Líquida historia, la sangre
es un río de ansiedad.

El hombre sabe que ha muerto,
sabe que su alma está
flotando sobre las aguas
vestida de soledad.

Y el agua sigue su curso
camino del ancho mar.

Del libro Cancionero del Odiel, Riotinto, 1991

Juan Delgado López

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