Gabriel Celaya (Hernani, 1911- Madrid, 1991), que también firmó sus versos como Rafael Múgica y Juan de Leceta -su nombre real era Rafael Gabriel Juan Múgica Celaya Leceta Cendoya -, residió temporalmente en Pau (Francia) y estudió el bachillerato como alumno libre en San Sebastián, concluyéndolo en 1927. En 1929 ingresó en la Escuela de Ingeniería Industrial de Madrid, donde cursaría también Filosofía y Letras. En Madrid trabó contacto con los poetas del 27 y con Pablo Neruda. En 1935 terminó los estudios de ingeniería, y publicó su primer libro, Marea del silencio. En 1936 obtuvo el Premio Centenario Bécquer con La soledad cerrada (1947). Sus primeros poemarios muestran una vertiente vanguardista y surreal bajo el magisterio del 27.
Durante la guerra civil fue capitán de gudaris del ejército republicano de Euskadi. Tras la contienda, pasó a trabajar en el negocio familiar, y siguió escribiendo en una suerte de exilio interior las composiciones de La música y la sangre y Avenidas, libros que no verían la luz hasta su publicación en Deriva (1950) o en sus Obras completas de 1969.
Sumido en una crisis personal, salió de ella cuando conoció a Amparo Gastón en 1946. Juntos emprenden diversos proyectos literarios, como la fundación de la colección de poesía «Norte». Allí apareció Tranquilamente hablando (1947), que inaugura la poesía social de posguerra, que alcanzaría su momento de máxima intensidad con Cantos íberos (1955), verdadera toma de conciencia y manifestación del compromiso con la realidad histórica. En 1956 se trasladó a Madrid para dedicarse completamente a la poesía. La década del cincuenta fue de gran actividad literaria y social: Deriva (1950), Las cartas boca arriba (1951), Lo demás es silencio (1952), Paz y concierto (1953), De claro en claro (1956; Premio de la Crítica de 1957), Las resistencias del diamante (1957), El corazón en su sitio (1959), Poesía urgente (1960)... Por entonces, su poesía avanza desde un entrañable tono cotidiano a los tintes épicos o dramáticos de obras como Cantata en Aleixandre (1959) o Rapsodia éuskara (1961), donde se vislumbra ya una preocupación por la tierra natal y los valores legendarios de su pueblo, algo que también se observa en Mazorcas (1962) y Baladas y decires vascos (1965).
En 1963 se le concedió el Premio Internacional Libera Stampa por el conjunto de su obra, así como el Premio Atalaya de Poesía. Su compromiso con la libertad le lleva a participar en diversos actos y asambleas estudiantiles. En 1965 conoció al poeta cubano Nicolás Guillén. Al año siguiente viajó a Cuba, donde en 1967 participó en el jurado de la Unión de Escritores y Artistas Cubanos. Durante esos años viajó también a países como Brasil -donde inaugura un monumento a García Lorca- o Italia. En 1968 fue galardonado con el Premio Internacional Taormina. Su poesía se adentra por entonces en vías de innovación experimental, en títulos como Los espejos transparentes (1968), Campos semánticos (1971) -una inmersión en la poesía visual-, o en los tonos matemático musicales de Lírica de cámara (1969) y Función de Uno, Equis, Ene (1973). La conjunción del experimentalismo con la vertiente coloquial y social da origen a libros como La higa de Arbigorriya (1975), Parte de guerra o El hilo rojo (ambos de 1977). En 1977, su compromiso político le llevó a ser candidato al Senado por Guipúzcoa en las filas del Partido Comunista. Su poesía muestra una preocupación cada vez mayor por la historia ancestral, tal como se constata en Iberia sumergida (1978). Penúltimos poemas (1982) y Cantos y mitos (1983) son el máximo exponente de una poesía órfica, donde el hecho literario es experiencia de salvación, y vía de penetración en el misterio y en la verdad de la existencia, bajo la utilización del mito griego, que en Orígenes (1990) es sustituido por el íbero. En 1986 el Ministerio de Cultura le otorgó el Premio Nacional de las Letras, y en 1994 la Universidad de Granada le concedió a título póstumo el doctorado honoris causa.
Francisco Ruiz Soriano
Información obtenida de: cervantesvirtual.com
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Sí, yo lo sé: Los lirios
Son el milagro de un alba inmaculada
Y el caballo, la forma
De una brisa dormida.
El cielo es una música quieta.
El mar absorto,
Plano
De tan callado, piensa.
Por la orilla de lo eterno
Con los brazos extendidos
Voy suspirando, llorando,
Aún no sé por qué motivo
Gabriel Celaya de Marea del silencio (1935)
Tus gritos y mis gritos en el alba.
Nuestros blancos caballos corriendo
Con un polvo de luz sobre la playa.
Tus labios y mis labios de salitre.
Nuestras rubias cabezas desmayadas.
Tus ojos y mis ojos,
Tus manos y mis manos.
Nuestros cuerpos
Escurridizos de algas.
¡Oh amor, amor!
Playas del alba.
Gabriel Celaya
de Marea del silencio Zarautz, Itxaropena, 1935.
Frente al mar inmóvil
Dos cabezas de mármol
Salpicadas de espuma,
De gaviotas,
De algas
Húmedas y amargas.
Frente al mar inmóvil
Dos cabezas de mármol:
Geómetras impasibles,
Sonámbulos,
Que velan el sueño de lo eterno
Bajo sus párpados fríos,
Enigmáticas,
Cerrados.
¡Párpados entornados!
La eternidad del mar enfrente.
Y las cabezas de mármol
Golpeadas por las olas y las brisas impacientes.
Fotografía de San Sebastián, Guipúzcoa de María J. Leza © todos los derechos reservados
El agua entre las piedras, la luz contra los dientes,
el tiempo entrecortado por lo hechos mortales,
lo que aún mordido, escapa: lo común y corriente.
¡Oh vida siempre nueva que rubrica la sangre!,
me persigues, prosigues, lames donde me duele,
curas, igualas, rezas: '' No es nada; no te pares''.
Las piedras hieren, duelen. Los hombres permanecen
donde están, secamente; sin pensar hacer daño
a todo lo que vive, sale de sí: sucede.
Los hombres, ciertos hombres, están mascando esparto
mientras otros, cantando, son el agua en que sigo,
y hasta besan los guijos, y los van alisando.
Signos clavados, leyes, prestigios de lo fijo,
tradición en que choco y así me deletreo,
confort mental, sistemas, rutina a lo divino,
muertos embalsamados en que, impío, tropiezo,
sin querer, sin saber. ¡Oh hermanos enemigos,
no destruyáis, sin verme siquiera, lo que alegro!
Me duele el esqueleto, la sociedad en que vivo,
la silla en que me siento, lo muerto fuera y dentro.
Me duele vuestra inercia; me enciende vuestro frío
Y os llamo piedras, piedras, pues estoy dando en seco
mientras paso -pasamos-, pese a todo me sigo
y me siento, si fluyo, como un perpetuo invento.
¡Ay, quiero ser! queremos, amantes serpentinos,
ser líquida caricia, ser sin ser, ser lo otro,
ser más que lo que somos, ¡oh ersatz del infinito!
Pueden morder los dientes del reloj y del odio,
pueden llamarme loco los que dicen que me aman,
pueden darme los nombres con su ley en el rostro,
pueden ponerme piedras, pueden abrirme llagas
para luego besarlas y decir: '' te perdono'',
pueden sí. Puden mucho. Mas yo soy lo que escapa.
No es fácil ser poeta, cantar en este bronco
mundo paralizado que, cuando más me hiere,
más provoca las iras no santas del yo roto.
Mas transcurro, transcurro. Soy el agua corriente
que choca y se hace espuma, se muestra al descubrimiento.
Soy quien soy, manifiesto. Soy por ser quien se atreve.
El mundo se desprende del lujo de sus sueños,
de su traje de noche, de su temblor fulgente,
y es vida, vida, vida. Sólo vida. Me muero.
Es aquí y es ahora, es aquí, donde duelen
las cosas más pequeñas, donde en verdad me siento.
Palpitante, impalpable, soy abierto, al presente.
Salgo del laberinto de mi yo. Canto el hecho
de unos hombres vulgares. Y en ellos me edifico.
Construyo el heroísmo. Remuerdo el sufrimiento.
Poesía de Gabriel celaya
Fotografía en el Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido de María J. Leza © Todos los derechos reservados
* Ersatz: sucedáneo
La luna es una ausencia
De cuerpos en la nieve;
El mar, la afirmación
De lo total presente.
¡Adiós, pájaros altos,
Instantes que no vuelven!
¡Cuánto amor en la tarde
Que se me va y se pierde!
El mar de puro ser
Se está quedando inerte.
¡Ser mar! ¡Ser sólo mar!
Lo quieto en lo presente.
Y no luna sin sangre,
Blanco abstracto hacia muerte,
Máscara del silencio,
Teoría de nieve.
¡Ser mar! ¡Ser sólo mar!
¡Mar total en presente!
Gabriel Celaya
de Marea del silencio Zarautz, Itxaropena, 1935.
Mientras la virgen duerme y el toro muge,
Mientras la brisa blanca y azul, lo que sonríe,
Huye entre ventanales y mapas de colores,
Mientras los niños alegres y feroces
Muerden con dientes crueles agrios limones,
Mientras el alba despliega sus banderas
Y entre disparos, se escapan los caballos,
El poeta se asoma a las barandas,
Dice cosas sin sentido, llora, grita:
¡Amor! ¡Amor! ¡Brisa de amor!
El toro que muge,
La virgen que duerme,
El niño que muerde un limón.
Gabriel Celaya
de Marea del silencio Zarautz, Itxaropena, 1935.
¡Aquí están todas las rosas encarnadas del deseo!
Allí la luna, callada,
Blanca y estéril, mirando,
Espejo vuelto a sí mismo,
Su perfección de narciso:
Soledad en aguas blancas
De lo blanco quieto y frío.
Dura o sin sangre, tranquila,
De está mirando a sí misma,
Mientras rosas encarnadas,
Pulpa y amor, carne viva,
Bajo una brisa caliente
Se desmayan de delicia.
Con los ojos en la luna,
Bajo los pies, rosas rojas,
Estoy esperando, quieto,
Que tú, que yo mismo venga
Sigiloso por la espalda,
Con la sorpresa de un beso
Blanco y verde de silencio,
Que tú, que yo mismo venga
Con un beso
Muerto de puro perfecto.
Gabriel Celaya
de Marea del silencio Zarautz, Itxaropena, 1935.
PRIMAVERA
Con ternura,
con mis pulmones de una dulce palidez, llorada rosa
y avidez anhelante
que son casi dos niños enamorados del aire,
con asombro,
con todo lo que en mi cuerpo es aún capaz de inocencia,
pienso en los grandes animales melancólicos y mansos,
y en los pequeños, devoradores y tenaces.
También esos bueyes tuvieron
su piel lisa del tiempo de las rosas ;
pero ahora están cubiertos de una fría dureza,
de conchas y pequeños objetos milenarios.
Pienso en ellos y los amo
por el cansancio y la dulzura de su tristeza aceptada,
y los amo sobre todo
por sus ojos aplacados y su fuerza que no usan ;
pienso en las hormigas, siempre cerca de la tierra
naciendo debajo de su oscura lengua ;
pienso en los limacos resbalando
por su suave camino de seda y de saliva ;
pienso en todos los pequeños animales
y en los grandes también, que tienen algo
de tristeza de mar al mediodía ;
y pienso en los animales rubios y voraces
que, juntos, forman la alegría del domingo,
y en su pulso vivísimo que agitan
la brisa y el olor de los jazmines.
La hierba crece diminuta e irresistible
como lenta invasión de nueva vida.
Llega la primavera y las muchachas
tiemblan entre las grandes flores blancas y amarillas.
Con los pulmones abiertos respiramos el aire.
Los gritos, sin nacer, se miran extasiados.
El cerebro enternece por su muda blancura
de planta sofocada de gozos silenciosos.
Cierro los ojos para unirme con las plantas,
con todos los seres no nacidos
que, bajo tierra, siento ya que se agitan.
Cierro los ojos. Duermo. Mis pulmones
como dulces y vivos animales se estremecen ;
dentro de mí luchan sus pálidas raíces,
hacen quizá por desprenderse.
¡ Oh silencio infinito en el que siento
un escondido latir de imperceptibles gritos,
un tenaz y pequeño palpitar
de nuevas vidas hechas o nueva primavera !
¡ Oh manos diminutas moviéndose en la yedra !
¡ Oh primavera ! ¡ Volver ! Renunciar a lo que fui
para ser la nueva vida que crece ya bajo la tierra.
Gabriel Celaya
La soledad cerrada, San Sebastián, Norte, 1947.
La poesía es un arma cargada de futuro
Cuando ya nada se espera personalmente exaltante,
mas se palpita y se sigue más acá de la conciencia,
fieramente existiendo, ciegamente afirmado,
como un pulso que golpea las tinieblas,
cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen las verdades:
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades.
Se dicen los poemas
que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados,
piden ser, piden ritmo,
piden ley para aquello que sienten excesivo.
Con la velocidad del instinto,
con el rayo del prodigio,
como mágica evidencia, lo real se nos convierte
en lo idéntico a sí mismo.
Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto,
para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.
Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan
decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando el fondo.
Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.
Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren
y canto respirando.
Canto, y canto, y cantando más allá de mis penas
personales, me ensancho.
Quisiera daros vida, provocar nuevos actos,
y calculo por eso con técnica qué puedo.
Me siento un ingeniero del verso y un obrero
que trabaja con otros a España en sus aceros.
Tal es mi poesía: poesía-herramienta
a la vez que latido de lo unánime y ciego.
Tal es, arma cargada de futuro expansivo
con que te apunto al pecho.
No es una poesía gota a gota pensada.
No es un bello producto. No es un fruto perfecto.
Es algo como el aire que todos respiramos
y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos.
Son palabras que todos repetimos sintiendo
como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado.
Son lo más necesario: lo que no tiene nombre.
Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos.
Gabriel Celaya
Vivir como un ángel sufre
Volviendo contra la vida nuestro sueño;
Lo real es una herida de luz que nos duele,
Quisiéramos ser ciegos, ignorarla.
Yo soy un grito vuelto hacia dentro
Y hacia dentro me estoy muriendo de fiebre;
Para que me veáis sólo dejo
Una estatua helada de música y cristal.
Deliciosa mentira, la muerte es mi reposo,
El final de una lucha sin sentido.
"Toca la piedra, huele el laurel,
Besa las aguas, mira los pinares".
Sí, pero dulcísimo, no sé que se desliza,
Niega suspirando esa triste evidencia.
Residencia de Estudiantes, 1932-1934.
Gabriel Celaya
Un olor violeta dulcemente muere
En un frío aroma de nieve con éter.
Se presiente a esos ángeles leves,
Angeles absortos de color de luna,
Que no saben pronunciar más que la ele.
Sobre las camas vacías y grandes,
Camas de un blanco tirante y frío,
Pasan rápidas, rozando
Con sus pieles de cuchillo.
En mis ojos de un azul transparente,
Azul de una clara inocencia celeste,
Se reflejan los signos de un álgebra de nieve.
¡Misterio! ¡Misterio!
Los ángeles extienden sobre mi cabeza
Trémulas espadas blancas de silencio.
Porque Sí
Pececito esquivo,
caballito que monto,
delicia que no nombro,
y quiero, quiero, quiero.
Cuando te beso, acierto;
cuando te toco, creo;
si te acaricio mido
mi infinito deseo.
Mas te prolongas lejos;
eres más, eres lo otro,
lo que nunca apreso
aunque te toco y beso.
siempre un poco esquiva,
siempre resbalada,
tú, que nunca entiendo,y quiero, quiero, quiero.
Gabriel Celaya
Uno va, viene y vuelve, cansado de su nombre;
va por los bulevares y vuelve por sus versos,
escucha el corazón que, insumiso, golpea
como un puño apretado fieramente llamando,
y se sienta en los bancos de los parques urbanos,
y ve pasar la gente que aún trata de ser alguien.
Entonces uno siente qué triste es ser un hombre.
Entonces uno siente qué duro es estar solo.
Se hojean febrilmente los anuarios buscando
la profesión «poeta» —¡ay, nunca registrada!—.
Y entonces uno siente cansancio, y más cansancio,
solamente cansancio, tiempo lento y cargado.
Quisiera que escucharais las hojas cuando crecen,
quisiera que supierais lo que es abrirse el aire
creyendo que uno colma de evidencia el instante
con su golpe de savia y ascendencia situada,
quisiera que pensarais después de tanto esfuerzo
que esa gloria y sorpresa fueron luz, fueron nada.
Lloraríais conmigo la lágrima o la estrella,
lloraríais verdades de temblor transparente,
caeríais como gotas de lo espeso afligido
y en lo pálido y liso diminutos tambores
sonarían al paso de los números neutros
como largos sumandos de implacable cansancio.
Lloraríais, y, ¡ay!, lloro, yo, plural, yo, horadado,
desalmándome lento, sintiendo ya los huesos
que, sueltos, se golpean, y al fin, desencajados,
baten, baten, aventan —polvo y paja— mi vida.
Lloraríais si vierais cómo pienso en vosotros.
Lloraríais, y, ¡ay!, lloro, lluevo amén mi fatiga.
Da miedo ser poeta; da miedo ser un hombre
consciente del lamento que exhala cuanto existe.
Da miedo decir alto lo que el mundo silencia.
Mas ¡ay! es necesario, mas ¡ay! soy responsable
de todo lo que siento y en mí se hace palabra,
gemido articulado, temblor que se pronuncia.
Pensadlo: ser poeta no es decirse a sí mismo.
Es asumir la pena de todo lo existente,
es hablar por los otros, es cargar con el peso
mortal de lo no dicho, contar años por siglos,
ser cualquiera o ser nadie, ser la voz ambulante
que recorre los limbos procurando poblarlos.
A través de mí pasa: yo irradio transparente,
yo transmito muriendo, yo sin yo doy estado
al hombre que si mira parece que algo exige,
y simplemente mira, me está siempre mirando,
y esperando, esperando desde hace mil milenios
que alguien pronuncie un verso donde poder tenderse.
Sonámbulos acuden a mí los que no saben
si sufren o si sólo por no muertos del todo
aún siguen suspirando sin encontrar su forma,
su expresión absoluta, su descanso y mi olvido.
Y como quien conjura fantasmas yo pronuncio
palabras en que dejo de ser quien soy por ellos.
Cuando grito, no grita mi yo para decirse.
Cuando lloro, quien llora dentro de mí es cualquiera,
y es tan sólo en los otros donde vivo de veras.
Mis cantos son los cantos rodados que una mansa
corriente milenaria suaviza y uniforma,
y el murmullo del agua los va deletreando.
¡Oh jóvenes poetas!, mirad, estoy llamando,
hundido en ese fondo que aún no ha sido expresado
de los muertos y el muerto que yo sumo al fracaso.
Decid lo que no supe, lo que nadie aún ha dicho.
Yo cumplí lo que pude, pero todo fue en vano,
y hoy me siento cansado —perdonadme—, cansado.
No me hagáis preguntas. Cantad cara al mañana
lo común de la sangre, lo perpetuo y corriente.
No, al solo yo atenidos, penséis que vuestra muerte
es la muerte sin vuelta y el fin de vuestro anhelo.
Mientras haya en la tierra un solo hombre que cante,
quedará una esperanza para todos nosotros.
Gabriel Celaya
Fotografía de María J. Leza © todos los derechos reservados